Dati bibliografici
Autori: Luce Fabbri de Cressatti
Tratto da: Alegoría y profecía en Dante
Editore: Universidad de la Republica - Facultad de Humanidades y ciencias, Montevideo
Anno: 1962
Pagine: 5-42
Hay, en el encuentro y confrontación de estos dos términos un doble problema: de crítica literaria el primero (el que más nos interesa), de historia de la cultura, el segundo. Como suele suceder, sólo se puede plantear en su justa luz uno, recorriendo pacientemente el laberinto del otro, para captar los puntos de tangencia o dar cuenta de las distancias.
Croce, en su Estética de 1902 y en su La poesia di Dante de 1922, parecía haber resuelto y enterrado definitivamente, en sentido negativo, el aspecto literario del problema de la alegoría, es decir el de la va- lidez poética de la alegoría misma y de la validez crítica de la inter- pretación alegórica. Sin embargo hubo entre los críticos e historia- dores de la poesía quienes siguieron buceando en esas aguas vedadas, ignorando la prohibición como Valli o Pietrobono, o rebelándose con- tra ella, como Eliot; y hubo escritores —casi todos fuera de Italia, es decir fuera de la zona de influencia crociana— que resucitaron la alegoría para hacer de ella un medio de expresión (Kafka, Camus, Or- well, como simples ejemplos; para Italia, casi único, Buzzati, y, ahora, Italo Calvino).
Como es natural, en terreno literario la discusión se ha centrado y se sigue centrando en Dante, que ha presentado él mismo como alegórica la mayor parte de su poesía. En teoría, el planteo de Croce es de una claridad meridiana y las conclusiones derivan de ese plan- teo con una lógica implacable, aunque a veces parecen sobrepasar el blanco.
“En la poesía y en la historia de la poesía las explicaciones de las alegorías son completamente inútiles y, por inútiles, perjudiciales. En la poesía, la alegoría no se encuentra nunca... Pueden darse, en efecto, dos casos; el primero de los cuales se presenta cuando la alegoría es agregada ab extra... a una verdadera... poesía, decretándose... que tales personajes, tales acciones, tales palabras de la poesía deban además significar cierto hecho acontecido o que va a acontecer, o una verdad religiosa o un juicio moral, u otra cosa cualquiera. En este caso, es claro que la poesía queda intacta y ella sola interesa para la historia de la poesía, mientras... el segundo sentido... pertenece al ámbito y a la historia de la práctica. El otro caso se da cuando la alegoría no deja subsistir la poesía... Un tercer caso, que se suele suponer, en que hubiera alegoría traducida completamente en imágenes... es contradictorio, porque, si tenemos alegoría, tenemos algo que, por definición, está fuera de la poesía y contra ella [en este “contra”, Croce rebasa, como queda dicho, su blanco. N. d. a.]... si está fundida e identificada con ella, quiere decir que no hay alegoría, sino imagen poética. Ejemplo del primer caso [en Dante] puede ser Beatriz en los últimos cantos del Purgatorio y en el Paraíso.... o bien Matelda,... o bien las “cuatro estrellas”... Es difícil dar ejemplos... del segundo caso, porque Dante es poeta tan robusto y fértil, que raras veces... se encierra en la estéril alegorización... Sin embargo, se pueden citar el Veltro..., la loba... el “hermoso riachuelo” que se cruza “como tierra seca” y otros... En la Comedia, en algunos trozos que se consideran alegóricos, Dante resucita simplemente el tono profético y apocalíptico y, objetivando así la alegorización, reduciéndola a tema, sigue moviéndose, sin embargo, en la pura poesía”(“La poesia di Dante”. Laterza - Bari - VI edición - 1948 pp. 14-17).
Croce no aprovechó nunca la fecundidad crítica de estas últimas líneas, que subrayé para retomarlas en su oportunidad. Pero, su negación de la posibilidad de alcanzar la poesía a través de una alegorización consciente y continuada ha vencido, me parece, cualquier objeción, despejando el estudio de la poesía dantesca de tanta hojarasca interpretativa y devolviendo todo su valor a la palabra poética desnuda. El fundamento teórico de este rechazo de la alegoría remonta a De Sanctis y también tuvo en su momento una gran eficacia simplificadora: consiste en separar netamente la obra poética de los fines que el autor perseguía y de los criterios a que obedecía al escribirla; fines y técnica pertenecen al ámbito práctico y son ajenos a la poesía. Pero también en esta afirmación fundamental que Croce hace suya, basando en ella toda su crítica de la que él llamó “teoría pedagógica del arte” y por lo tanto también de la admisión de la alegoría como valor poético, se corre el riesgo de ir demasiado lejos. “Las intenciones y finalidades de los poetas quedan necesariamente ajenas a la poesía, y... no importa lo que el poeta se propone o quiere hacer o cree hacer, sino solamente lo que hace, aun inconscientemente y en contradicción con la finalidad profesada... Las intenciones y finalidades del poeta pertenecen a sus convicciones críticas y morales, y pueden realizarse solo en las eventuales partes no poéticas de su obra”. (“La poesía”, V edición, Bari, Laterza, 1953, pp. 306-307).
Una vez más, separación no significa exclusión. No me resigno a creer que sea inútil conocer intenciones y criterios de un poeta para quien quiera penetrar en su obra, por lejos que esté esta última de lo que el autor quiso hacer. No me resigno, por ejemplo, a ignorar qué pensó Dante de la alegoría; y si llego a captar, no sólo su definición de la misma, sino también sus dudas y sus intuiciones al respecto, podré darme cuenta de la medida en que efectivamente la alegoría fue para él un instrumento práctico (sin que, ni aun en este caso, desapareciera necesariamente la poesía) y de la medida en que, en cambio se transformó en recurso expresivo para “resucitar el tono apocalíptico”, según las palabras de Croce.
La Divina Comedia es, sin duda, una obra típica de literatura militante. En ella, antes que a propósito de ella, se plantean todos los espinosos y eternamente actuales problemas que surgen de las relaciones entre poesía y acción y, en general, entre poesía e historia. En este terreno de la literatura militante y de los opuestos estados de “mala conciencia” que ella, provoca, surge la alegoría. Es un aporte de Croce el haber revelado su carácter práctico y el haber sostenido que la adherencia forzada de una cadena de imágenes fantásticas a un desarrollo lógico de acontecimientos o ideas mecaniza fatalmente la vida de la fantasía y por lo tanto anula la vitalidad de sus creaturas.
Veremos que esto es cierto y comprobable en la historia general de la alegoría en el arte, en el pensamiento, en la vida de la cultura. En un poeta, quedando firme el principio, el problema adquiere matices que se hace necesario estudiar, especialmente cuando este poeta (es el caso de Dante) hace de la alegoría uno de sus cánones literarios.
Por tal razón, este es aún, en la crítica dantesca, un problema vivo, aunque no tiene, como antes, una importancia central. Su planteo, ade más, ha cambiado profundamente. En el siglo pasado, cuando constituía la principal preocupación de los “dantistas”, se enunciaba así: “¿Cuál es el significado de la Comedia? ¿Qué representa la selva, qué el león, qué la loba, qué el leopardo, qué el Veltro? ¿Es Virgilio la razón humana y Beatriz la fe? ¿Es Virgilio la filosofía y Beatriz la teología? ¿Es Virgilio la virtud natural y Beatriz la gracia? Hay una gran diversidad de respuestas a estas preguntas y a infinitas más del mismo tipo.
No faltó la interpretación política, ligada, no al pensamiento de Dante, sino a las exigencias ideales del Resurgimiento nacional. Hoy, tedo eso ha sido archivado (aunque algunos problemas de detalle se siguen discutiendo) y el problema que subsiste es el planteado y resuelto negativamente por Croce: ¿Es compatible la alegoría propiamente dicha con la poesía? Toda tentativa de interpretación alegórica nueva, aun de detalle, no puede hoy dejar de estar precedida por una toma de posición acerca de esas pregunta fundamental. Entre los que no aceptan la solución crociana se pueden distinguir dos corrientes: I) la corriente católica (la de Eliot en Inglaterra y de Apolonio en Italia) y II) la de Pascoli-Valli que busca una nueva interpretación. Pietrobono, católico, está muy influído por Pascoli.
La corriente católica tiende a valorizar la alegoría y a darle jerarquía poética. Hay que observar que, fuera de Italia, no son sólo los católicos los que están en esta posición: para dar dos ejemplos prácticos, La Peste de Camus y el Castillo de Kafka tienen carácter alegórico y no creo que nadie les haya reprochado a sus autores la artificialidad inherente a toda alegoría. Lo mismo podría decirse de la tendencia, ya en declinación, al teatro mitológico.
Pero, en Italia, la negación crociana ha puesto como una valla que todos respetan instintivamente, si no tienen motivos especiales para romperla. Algunos tuvieron esos motivos bajo el fascismo; y nos dieron, como Virgilio en las églogas, alegorías destinadas a disfrazar hechos (La Mascherata de Moravia) o deseos (La amorosa tragedia de Sem Benelli). Pero fue un motivo político transitorio de escasa gravitación literaria. Después de la guerra, a pesar de la vocación de Buzzatti y de las incursiones que realiza en terreno alegórico la ironía de Calvino, el predominio del neorrealismo reforzó este ostracismo, no del símbolo unitario, sino del coherente relato simbólico. El hermetismo, por su parte, con su repudio de toda estructura en la obra poética, con su abandono a la fertilidad no racional de la pura imagen, cerró el camino a la alegoría por el extremo opuesto. Pavese, situado entre el hermetismo y el neorrealismo, crea mitos y teoriza acerca de ellos; pero no les atribuye ninguna función alegórica. Los católicos, como tales, tienen en cambio un motivo especial, de carácter permanente, para valorizar la alegoría, ya que el conjunto de sus ritos crea verdaderamente un mundo mágico-alegórico; el antiguo Testamento es inaceptable para el catolicismo sin una dosis de interpretación alegórica, que empieza ya en la tradición hebraica, Por otra parte —en los mismos Evangelios— la parábola, es decir, una forma muy sencilla de alegoría, es la expresión más frecuente y natural de las verdaderas morales. No se trata, es cierto, de validez literaria, sino religiosa. Pero la tendencia a pasar de uno a otro terreno es natural, puesto que los Evangelios constituyen otro punto de tangencia entre las dos esferas, la de la poesía y la del uso instrumental de la palabra y de la imagen para fines ajenos al de la pura liricidad. Veamos entonces la posición de Eliot, con la que está en parte relacionada la de Apolonio.
Eliot dice una cosa muy interesante: Dante es para él un poeta muy sencillo, comprensible, y también fácil de imitar, más que cualquier poeta inglés (y esto es muy discutible; creo que ningún italiano lo admitiría). La causa de esta sencillez está, siempre según Eliot, en el empleo de la alegoría. “Nos inclinamos a juzgar la alegoría como un tedioso problema de palabras cruzadas —dice en el ensayo dedicado a Dante en su obra Poetas Metafísicos (Buenos Aires 1944, II tomo, p. 300) — y, en un gran poema, a ignorarla como ajena al asunto. Lo que ignoramos es, en un caso como el de Dante, su efecto particular hacia la lucidez del estilo... Para un poeta competente [¿es acaso cuestión de técnica?] alegoría significa imágenes visuales claras [subrayado por el autor]” Esta afirmación se puede aceptar si por “claro” se entiende a la vez “definido” y “corpóreo”; concordaría entonces con aquella caracterización que Bonnes ha hecho de la Comedia como construcción concreta en contraste con la indeterminación crepuscular del “dulce estilo”. Pero hay que hacer dos reservas: 1) las imágenes de la Divina Comedia son casi todas, pero no todas, visuales; II) el alcance de esta expresión: “imágenes visuales claras”, varía y se vuelve mucho más discutible si se relaciona con otras del mismo ensayo, como: “La alegoría es tan sólo un método poético... La de Dante es una imaginación visual... en el sentido de que vivió en una edad durante la cual los hombres todavía veían visiones. Era un hábito psicológico cuyo arte hemos olvidado, pero tan bueno como cualquiera de los nuestros” (p. 301). Entonces, ¿se identifica alegoría con visión? Parecería que sí. En efecto la alegoría de la selva y la de los últimos cantos del Purgatorio podrían ser calificadas de visiones. Y en estos casos Eliot tendría razón. Pero entonces ya no se trataría de una cadena lógica de símbolos correspondiente a una cadena lógica de acontecimientos, realidades históricas o pensamientos; mo habría un significado literal y, debajo de este, una realidad profunda, sino una única realidad que consiste en una visión de carácter místico, expresada en lo que llamamos su letra. La interpretación alegórica, por Dante o por sus exégetas, sería un elemento intelectualista surgido a posteriori, en la interpretación de la visión misma. En una palabra, admitiendo esto, no se puede hablar de alegoría como método poético, y no se ve por qué ella deba conducir a imágenes visuales más claras (las visiones místicas casi nunca tienen carácter definido y lúcido). Pero queda de todo este análisis, como fruto de una fina sensibilidad de poeta, la observación de una mayor determinación de las figuras humanas y del paisaje en Dante, gracias a la alegoría. Es sugestivo el dato autobiográfico que Eliot nos proporciona de paso, al atribuir a la poca simpatía de su generación por los pintores prerrafaelitas ingleses, como W. Morris y D. G. Rossetti (que habían dado contornos tan netamente dibujados a sus figuras, según los cánones de los primitivos italianos) su demora en ver las consecuencias estéticas de la alegoría en la poesía dantesca. Apollonio, en Italia, es un hermético, y es por lo tanto más difícil captar su visión de Dante en ese estilo denso y tenso, lleno de alusiones y de relacionamientos inesperados entre las cosas y las ideas más alejadas en el tiempo y en el espacio. Pero él también habla de “realismo mágico” y, a pesar de rehuir todo orden y clasificación, llega en el amor por la interpretación simbólica más lejos que cualquier otro, cuando ve en la Vita Nova al Amor (Espíritu Santo), en la Comedia al Hijo, en la Monarquía al Padre.
En el siglo pasado las búsquedas sobre los significados alegóricos eran características de la escuela histórica y se realizaban especialmente en sentido erudito. Esta herencia ha sido recogida con un tono mucho más místico —más alejado de la historia y más adherente a la poesía— por Pascoli antes, luego por el pascoliano Pietrobono, y, en la década 1920-1930, por Valli.
Pascoli es esencialmente un poeta: poeta crepuscular que algunos consideran prehermético, muy influído por el simbolismo francés, se sentía naturalmente llevado, por su especial temperamento lírico, a “sentir” el impulso moral, no razonado, sino místicamente vivido, como poesía. Leer, como prueba, “Le ciaramelle”, “Psiche”, “Il ritorno d'Ulisse”, con el comentario de Pietrobono, quien pone de relieve justamente este aspecto. Y era natural que sintiera como poesía la estructura moral de la Comedia, de la que dio por otra parte una visión de conjunto completamente personal, utilizando esa patente de “libre curso” dada por Dante mismo, al señalar enérgicamente el carácter alegórico del poema, sin dar, para su interpretación, más que una clave de carácter general y casi obvio. Pietrobono siguió el mismo método, separándose sin embargo del maestro en el contenido de la interpretación moralística y desplegando una asombrosa erudición. Interesante es la distinción que establece este crítico entre el alegorismo del Convivio a propósito de la “Donna gentile” (alegoría sobrepuesta a posteriori a la inspiración), y este de la Comedia en que la cadena de los símbolos es ella misma idea-inspiración, forma fantástica de expresión, como la simple metáfora.
Valli es más sistemático y su interpretación tiene un alcance his- tórico más amplio. Pero es más historiador que crítico de poesía. Para él tiene importancia la interpretación político-moral y la historia de las expresiones empleadas en relación con la atmósfera dominante en ciertos sectores de la sociedad medieval. Su investigación no es sólo moral como en Pascoli (para el que el viaje de ultratumba simboliza la conquista de la libertad a través de la adhesión al bien y de la pu- rificación consiguiente), sino también político-religiosa, puesto que ve como eje del tema dantesco la corrupción del mensaje cristiano por obra de la Iglesia viciada por lo temporal, lo que implica la necesidad de la restauración del imperio. No solo la poesía de Dante, sino toda la poesía amorosa de su tiempo es considerada simbólica y todo su lenguaje es interpretado criptográficamente. Sostiene Valli “la real existencia de un subsuelo místico e iniciático en la poesía italiana de los primeros siglos (“Il linguaggio segreto di Dante e dei “Fedeli d'amore, Roma Optima, 1928, pp. 378-79, citado en Vallone, La critica dantesca contemporanea, Pisa, 1953, p. 206). Así la poesía amorosa, siciliana o estilnovista, ya no es amorosa sino religiosa; pero, en estos términos, ¿sigue siendo poesía? El autor no se lo pregunta. En relación con este lenguaje criptográfico de los “Fieles de amor”, Valli interpreta toda la Divina Comedia según los dos símbolos-clave de la Cruz y del Aguila. (A este tema había dedicado, en 1922 y en 1926, respectivamente, dos amplios estudios, editados por Zanichelli: Il segreto della Croce e dell Aquila nella Divina Commedia el primero, y La chiave della Divina Commedia el segundo).
No se puede dejar de relacionar con estas ideas de Valli, la intuición, muy discutida, pero interesante y fecunda, en terreno histórico, de Ezio Levi, sobre el carácter fundamentalmente heretical de la poesía italiana de los orígenes (Uguccione da Lodi e i primordi della poesía italiana, Ed. “La Nuova Italia”, Venezia, 1928).
Había que estudiar esta corriente para tener una idea global de las discusiones actuales alrededor de este problema. Pero, a mi modo de ver, la sugestión ejercida por el libro de Valli, interrumpiendo el curso de la dominadora oleada crociana, ha producido un verdadero retroceso.
Surge cl símbolo como materialización de lo abstracto y de lo divino, en los orígenes mismos del pensamiento, del lenguaje y de la religión; por otra parte es importantísima la función que desempeña el simbolismo en la pintura ideográfica que da origen a la escritura.
Toda la mitología grecorromana está hecha de símbolos que viven con vida propia en un mundo fabuloso, que es una transposición fantástica de la vida real. Cuando los acontecimientos vividos por estas personificaciones simbólicas representan imaginativamente nexos lógicos entre los conceptos con que esos seres fantásticos se identifican, entcnces tenemos verdaderas alegorías (como Minerva, que sale arma. da del cerebro de Júpiter, Cronos que devora a sus hijos, Héracles traicionado por Deianira, etc.).
Lo mismo se puede decir —como vimos— de las parábolas evangélicas, cuyo encanto deriva sin embargo de la adherencia de su sentido literal a la vida real de todos los días, para la que tiene tanta validez como su sentido profundo para la vida espiritual. Para los pastores, el buen pastor que se preocupa por la oveja extraviada no es sólo un símbolo; para el campesino, sembrar en la roca, en la carretera o entre la cizaña corresponde a una idea vivaz, arraigada en la experiencia, de lo que no hay que hacer. La fuerza poética de estos breves relatos está pues fundamentalmente en su sentido literal, enriquecido sin embargo por la densidad y las múltiples implicancias que tienen para los campesinos el trabajo agrícola y la vida en con- tacto con la tierra.
Muy distinto es el caso de los apólogos y de toda la fabulística antigua, en que la coherencia fantástica del relato se pierde a menudo en su forzada adaptación al sentido alegórico expresado en la moraleja.
De todos modos, la alegoría desempeña un papel importante en la historia, casi siempre como agente de conciliación en los puntos de fricción o de ruptura. Esto es bien evidente en la historia de las religiones. Vimos que los mitos nacen generalmente ya en terreno alegórico; pero llega un momento en que la misma multiplicidad de los dioses tradicionales se ve amenazada por la evolución del pensamiento y no podría subsistir sin la interpretación alegórica. Con un proceso similar, mitos de origen naturalista, como los que representan el ciclo: día noche-día, o el otro: primavera-otoño-invierno-primavera (vida, pasión, muerte y resurrección de Osiris, Adonis, Dumuzí, Diónisos, etc.) pasan a tener significado escatológico y fuerza moral en las religiones de los misterios y más tarde en las filosofías religiosas del sincretismo helenístico que tanta importancia tienen en la formación de la doctrina patrística.
Había, pues, toda una historia de la alegoría y de la interpretación alegórica en la antigiiedad; pero la importancia de la alegoría en la literatura y para la literatura empieza en la Edad Media. Están, sí, las Bucólicas de Virgilio; pero en ellas no hay más que una inocente transposición del motivo autobiográfico fundamental: hay un doblaje de hechos y no una simbolización de ideas. No hay pasaje —necesariamente forzado— del plano de la fantasía al de la lógica. Este pasaje es evidente en cambio en la retórica barroca del Bajo Imperio, en el que se anuncian tantos aspectos de épocas posteriores. Y, ya en los umbrales de la Edad Media, Marciano Capella escribe unas Nupcias de la Filología con Mercurio y Boecio nos presenta esa figura majestuosa y consoladora de mujer —la Filosofía— cuyas palabras le alivian en la cárcel la espera de la muerte y que reaparece una y otra vez hasta el Renacimiento en los versos y en la prosa de la literatura mediolatina y luego también de las literaturas vulgares, en actitudes cada vez más circunstanciadas y menos naturales.
Con esta veta de origen retórico confluye la tendencia ya mencionada —que obedece a necesidades religiosas— de la interpretación alegórica a posteriori, que ahora se extiende al terreno artístico y literario. Había antecedentes en la civilización hebraica, que había incorporado a las Sagradas Escrituras textos de gran valor literario, como el “Cantar de los Cantares”, interpretándolos alegóricamente. Con una extensión del mismo criterio, el cristianismo primitivo incorpora a su ámbito doctrinario todo el Antiguo Testamento y gran parte del arte y de la literatura del mundo clásico, en un proceso que dura varios siglos y se acentúa, en lo que a la literatura se refiere, al principio de la Edad Media.
La importancia que adquiere la alegoría entonces está estrechamente ligada al carácter bárbaro, pero no primitivo, de la Edad Media misma, que toma una civilización refinada como punto de partida.
Había habido, en relación con la antigiiedad grecorromana, decadencia, olvido parcial, fragmentación, confusión, nostalgia, pero no solución de continuidad. El predominio absoluto de la religión sobre todos los demás aspectos de la vida hacia considerar el arte, la filosofía, las ciencias como ancillae theologiae: la ciudad terrenal estaba subordinada a la ciudad celeste.
Pero el Imperio Romano (considerado condición necesaria para la difusión del cristianismo) era sentido como contemporáneo y se pensaba que fuera inmortal, al mismo título que la cultura clásica y que su lenguaje, el latín. Cuando se llegue a tener la sensación de la muerte del mundo clásico, se iniciará el renacimiento. El humanista es un arqueólogo. La Edad Media no realiza excavaciones, no busca a un mundo muerto y enterrado; en ella ese mundo está aún vivo, pero se ha empobrecido, deformado. Lo nuevo, lo original que surge quiere ser continuación, imitación de aquel modelo fijo, considerado como la misma perfección. Así, desde un principio, las lenguas literarias romances aspirarán a parecerse al latín, considerado idioma de la gramática, normativo. Por eso la literatura mediolatina es tan pobre en valores artísticos; por eso las literaturas romances realizan en sus comienzos un esfuerzo tan grande de fidelidad a ese modelo transformado en un conjunto de reglas retóricas, esfuerzo destinado afortuuadamente al fracaso. Para ver cómo se inicia el proceso, basta estudiar cómo enseñaban retórica, es decir literatura, los maestros cristianos en tiempos de San Agustín. Los autores presentados por ellos como modelos y fervorosamente admirados, eran paganos, como pagano era el arte que los humildes artesanos cristianos imitaban o cuyos fragmentos utilizaban cambiando sólo los nombres, en las catacumbas antes, en las basílicas después. Hay, en efecto, en el arte paleocristiano, todo un simbolismo figurativo de origen pagano (Orfeo, Cupido, la paloma de Venus, Isis madre, etc.) y bíblico (típica la historia de Jonás, tragado en el mar por la ballena y vomitado por ésta en la playa, donde se duerme bajo una enramada: el alma, tragada por el pecado y salvada y hecha digna del descanso eterno, por el sacrificio del Redentor). En el arte figurativo el contraste no es tan evidente, aunque en el espacio de tres o cuatro siglos la evolución de las figuraciones simbólicas o narrativas lleve de a poco, en la parte occidental del mundo romano, esa doctrina de origen hebraico, monoteísta y espiritualista, a un apego de las masas incultas a la hermosura de las formas materiales, que fue sentido como idolatría y llevó a dos crisis por lo menos: la primera fue la querella de las imágenes y la segunda, a través de las herejías medievales, culmina en la Reforma protestante.
En literatura, el peligro representado por los poetas y prosistas paganos, que constituían todo el mundo de la cultura, al que en ningún momento el cristianismo pensó poder renunciar, era mucho mayor. Las necesidades didácticas que obligan, para aprender o enseñar gramática, a leer a Virgilio y Cicerón, ocultan a menudo, en las discusiones relativas a este tema, en toda la patrística hasta San Gregorio, el simple, humano deseo de un calor de poesía, que el ascetismo religioso dominante, de origen más neoplatónico que evangélico, tendía a rechazar. San Jerónimo sentía como pecaminoso su amor por Cicerón, y, mucho más tarde, Gregorio Magno sostenía que no se podía juzgar la palabra divina de la escritura según las reglas extraídas de los autores paganos, que sin embargo eran reconocidos como la única posible fuente de la gramática.
De este malestar tan evidente se trata de salir, como se ha visto para la pintura y escultura paleocristianas, por el camino de la interpretación alegórica, que es más tardía en la literatura que en el arte, ya que, al principio, la repugnancia religiosa por la poesía pagana se traduce especialmente en una enérgica separación entre la forma y el contenido, aceptándose la primera y negándose el segundo. Pero la solidaridad que une al mundo romano con la iglesia naciente frente a la barbarie germánica (que admira a la civilización clásica sin poder asimilar de ella más que algunos de sus aspectos más exteriores, profunda, aunque inconscientemente, transformados), contribuye a llenar el abismo, especialmente cuando los germanos, casi todos arrianos, en la época de Gregorio I se convierten al catolicismo y, mucho más, cuando la Iglesia, justamente durante el conflicto de las imágenes, trata de resucitar el Imperio Romano con la coronación de Carlo Magno. Es conocido el resurgimiento cultural que se produce en la época carolingia (primer efímero renacimiento). Uno de los miembros de esa especie de academia que Carlo Magno tenía en su corte, el monje Teodulfo, cantaba:
Et modo Pompeium, modo te, Donate legebam,
Et modo Virgilium, te modo, Naso loquax;
In quorum dictis, quamquam sint frivola multa,
Plurima sub falso tegmine vera latent.
(Teod. Carm. XLV - 17)
La alegoría en la alta Edad Media es, pues, un recurso para gozar sin remordimiento de la belleza de la forma literaria, para seguir utilizando un medio expresivo tradicional, considerado ineludible, en la exteriorización de un contenido profundamente distinto. Si tuviéramos que definir la función histórica de la alegoría en pocas palabras, podríamos muy bien decir que ella fue el pasaporte de la antigiiedad clásica en la Edad Media.
De a poco, en una atmósfera de decadencia cultural en la que sólo se le da valor a lo trillado, con un repertorio de imágenes, de temas, de fórmulas introductivas y conclusivas que tienen sus remotas raíces en los escritores clásicos, pasados por las sucesivas cribas de las escuelas de retórica del bajo imperio, de las antologías cada vez más pobres y de las “artes dictandi” medioevales, la alegoría se vuelve canon literario. También en esto la literatura se ve precedida por las artes plásticas. En el período románico y —más— en el gótico, las catedrales y las plazas se pueblan de figuras alegóricas: siete figuras femeninas serán ya las siete virtudes (cuatro cardinales y tres teolo- gales), ya las siete artes (cuadrivio.y trivio), sin que sea siempre segura la elección entre las dos posibilidades y sin que moleste la ambigútedad. Hay códices que nos conservan hermosas miniaturas del castillo de la Sabiduría, de complicada arquitectura, cuyos pisos son las distintas ciencias.
Las literaturas romances nacen en esta atmósfera. En los siglos XII y XIII (en el XIII empieza la literatura italiana) el poema alegórico es un género literario que está de moda. Le roman de la rose será alegórico (es la alegoría del Amor, con mayúscula) como su imitación italiana Il fiore. La Intelligenza, atribuída a Dino Compagni, nos pinta una hermosa mujer en un hermosísimo palacio; al final descubrimos que todos los detalles, aun los que brillan con luz propia, deben ser interpretados alegóricamente. Y el Tesoretto de Brunetto Latini es una enciclopedia, a la que sirve de marco la alegoría de la Naturaleza no hay que olvidar que Brunetto Latini ha sido el maestro de Dante.
No se trataba ya sólo, pues, de dar a posteriori un sentido moral, filosófico o religioso a relatos fantásticos escritos con otra intención, sino de “vestir” literariamente, con un relato fantástico, un contenido moral, filosófico, religioso o científico, para hacerlo más agradable. Y, naturalmente, las exigencias lógicas de ese contenido forzaban el relato fantástico y le quitaban toda naturalidad.
La alegoría intencional es, pues, un monstruo híbrido, que se vuelve artísticamente vital sólo cuando el sentido literal prevalece y escritor y lector olvidan lo demás. Para la alegoría como categoría literaria, lo que Croce sostuvo en este sentido es prácticamente definitivo, y se podría repetir tanto a propósito del Tesoretto, como de cierta seudo poesía del período barroco. Para Dante ya es otra cosa: a veces Croce tiene razón; a veces el preconcepto teórico le impide sentir la poesía de la mera dimensión literal. Por ejemplo, en la lectura del I canto del Infierno, el carácter evidentemente alegórico de las tres fieras le impide verlas en su dinámico realismo y considerarlas como imágenes.
Para medir la distancia, he aquí la figura alegórica de la Naturaleza en Il Tesoretto:
“Pensando a capo chino,
perdei il gran cammino
e tenni alla traversa
d’una selva diversa
…
E vidi turba magna
di diversi animali
sí che il mondo parea
e altre cose tante,
che null’uomo parlante
le poría nominare:
…
i’le vidi ubbidire
finire e’ncominciare,
e prender lo natura,
siccome una figura
ch’io vidi comandava;
ed ella mi sembrava
come fosse incarnata,
talora affigurata.
Talor toccava il cielo
si ch’el parea suo velo.
E talor lo mutava
e talor lo turbava.
Al suo comandamento
movea il firmamento.
E talor si spandea
tutto nelle sue braccia.
Or le ride la faccia
ed ora cruccia e duole,
poi torna come suole.
…
In ver di me si volse
e disse immantenente:
Io sono la Natura
e sono la Fattura
de lo sovran Fattore”.
Compárese esta “selva diversa” en que empieza la aventura científica de Brunetto Latini, con la “selva selvaggia e aspra e forte”, de Dante, en que indudablemente está presente su remoto recuerdo; y bien, la misma semejanza y la misma distancia median entre la alegoría como el maestro de retórica Brunetto Latini la concebía (y como se concebía generalmente en los siglos XII y XIII) y la alegoría de la Comedia.
Pero, antes de ver en qué consiste esta última, hay que examinar lo que Dante mismo pensaba acerca de este aspecto importantísimo de la técnica expresiva de la Edad Media.
En el Convivio, que, junto con el De Vulgari Eloquentia, estaba destinado a recoger los frutos de los estudios filosóficos realizados por él después de la muerte de Beatriz, y, como aquel, quedó inconcluso, Dante se ocupó por primera vez de definir la alegoría, sin vincularla necesariamente con la poesía. Y, una vez más, la alegoría desempeña su función conciliadora de opuestos y asegura la continuidad aparente de la obra dantesca, por encima de la fractura de la que el destierro es una especie de materialización.
Alegoría era para Dante una simple forma de expresión, correspondiente a la preocupación fundamental de la Edad Media, de carácter moralístico-religioso, en la que tiene sus raíces la justificación pedagógica del arte. En el primer capítulo del segundo tratado del Convivio (Ed. I. E. I. Milán p. 171) Dante nos explica que una “escritura” puede tener cuatro sentidos: el literal, el alegórico, el moral y el anagógico.
El primero es “la narración de la cosa que estás tratando”. El alegórico es “el que se oculta bajo el manto de estas fábulas, y es una verdad escondida debajo de una hermosa mentira, como cuando dice Ovidio que Orfeo con la cítara amansaba a las fieras y atraía los árboles y las piedras: lo que quiere decir que el sabio con el instrumento de su voz vuelve mansos y humildes los corazones crueles y hace mover según su voluntad a los que no tienen vida de ciencia y de arte; y los que no tienen vida racional de ciencia ninguna, son casi como piedras... Verdaderamente los teólogos se alejan de los poetas al considerar este sentido; pero, como quiero aquí seguir el criterio de los E a él me ajustaré [esta distinción es importantísima, como veremos].
El tercer sentido es el moral; y es el que los lectores deben buscar atentamente en las escrituras, para utilidad suya y de los que de ellos aprendan [es decir para extraer de la lectura normas de conducta]... El cuarto sentido se llama anagógico, es decir sobresentido”. Este último (resumo algunas líneas) se tiene cuando ya las palabras, literalmente entendidas, se refieren a cosas nobles y sagradas, pero además significan, en terreno espiritual, otra verdad. Así, en el canto del profeta que dice: “Al salir el pueblo de Israel de Egipto, Judea se volvió santa y libre”, hay un significado literal verdadero e importante (no una hermosa mentira), pero hay también un segundo sentido: “el alma, al salir del pecado, se hace santa y libre y dueña de si”. (Idem. p. 172).
Esta exposición sistemática se aplica, en el Convivio, a las cancio: nes comentadas, que son tres y debían ser catorce. Así lo anuncia el autor: “Sobre cada canción comentaré antes el significado literal, y luego su alegoría, es decir su oculta verdad; y a veces mencionaré incidentalmente los demás sentidos” (Idem. p. 173).
El Convivio está escrito en la lengua materna, que, en la época en que compuso la Vita Nova, Dante consideraba apropiada sólo para la poesía amorosa, justificando su empleo en este terreno con la dificultad que tendrían las mujeres para leer latín (V.N. cap. XXV). También en este problema lingilístico el pensamiento de Dante se ha modificado en forma radical en ese decenio, tan agitado y decisivo, que separa la Vita Nova del Convivio. Ahora el idioma vulgar es con. cebido como “luz nueva, sol nuevo, que despuntará donde el habitual llegue a su ocaso, e iluminará a los que están en tinieblas porque el sol de siempre no brilla para ellos” (Convivio, últimas líneas del primer Tratado).
Con este libro, pues, Dante quiere demostrar que el romance puede ser el idioma de la cultura en su más alto nivel y, a la vez, piensa dignificar su destierro participando a los demás el resultado de sus estudios.
La Vita Nova, en su última parte, relataba el involuntario enamoramiento del poeta por una “mujer gentil” que trataba de consolarlo después de la muerte de Beatriz. Con el arrepentimiento por esa infidelidad y el retorno al culto de la Amada muerta se cierra la novelita autobiográfica juvenil. Este amor culpable es un poco la síntesis de los amores terrenales de Dante entre la desaparición de Beatriz y ese monumento a su memoria que es la Comedia, amores que Dante se hace reprochar por la misma Beatriz en los últimos cantos del Purgatorio, como la substancia misma del “traviamento”, es decir del extravío que casi lo lleva a la muerte del alma en la selva del primer canto del Infierno. Y bien: este amor por la “mujer gentil” es interpretado en el Convivio como el símbolo del abandono de la poesía amorosa por los estudios filosóficos. La obrita inconclusa marcaría así el triunfo, que la Comedia demostrará provisorio, de la “mujer gentil” o sea la Filosofía, sobre Beatriz. Luego, en la Comedia, la “mujer gentil” es derrotada en sus dos aspectos, el material y el alegórico, pues también el pensamiento dantesco de ese decenio entra más tarde a formar parte del “extravío”, como trataré de demostrar en otro trabajo.
Pero, por el momento, la perfección, es decir, en esa época, el Amor en el plano más alto y con mayúscula, está en la Filosofía y no en Beatriz. De ahí, la necesidad de una interpretación alegórica “a posteriori” de la Vita Nova; de ahí las canciones doctrinarias (como la que se refiere a la Nobleza y encabeza el Tratado IV del Convivio), que nosotros tendemos a considerar (cuando la imagen no desbarata prepotentemente la trabazón lógica) como prosa versificada, pero que para Dante en el período anterior a la Comedia y para sus contemporáneos, constituían el nivel más alto que pudiera alcanzar un poeta: de ahí el empleo intencional de la alegoría según los criterios entonces corrientes; de ahí la incorporación al Convivio de dos canciones, que algunos consideran alegóricas de por sí y otros —a cuya opinión me adhiero— escritas originariamente para una mujer según los cánones del Dulce Estilo y adaptadas luego, a través de la interpretación alegórica en prosa, a la nueva situación.
La clave para la solución de este último pequeño problema acaso esté en la “tornata”, es decir la última estrofa de la primera de estas dos canciones, la que empieza “Voi che, intendendo, il terzo ciel movete”. La última estrofa, más breve, de una canción, llamada “tornata” o “congedo” (despedida) en Italia, “envoi” en Francia y simplemente “fin” en España, contenía generalmente una conclusión o una dedi- catoria, pero, en algunas canciones y baladas provenzales y en muchas “sicilianas” y estilnovistas, estaba dirigida, personificándola, a la mis- ma composición poética que integraba. Su característica corriente, en el plano técnico, es la de repetir el esquema métrico de la segunda parte de las demás estrofas. La existencia de esta “tornata” es el argu- mento principal que generalmente se esgrime en favor del carácter intencionalmente alegórico de toda la canción, pues justamente en esos últimos versos figura la única alusión a la alegoría.
Pero, en el capítulo 12 del segundo Tratado del Convivio, dedicado justamente a comentar esta “tornata”, Dante mismo nos da pie para suponerla agregada después, en el momento en que la canción, que en su momento había sido escrita para la “mujer gentil” (canta, en efecto, el pasaje del amor por Beatriz a otro amor), fue interpretada alegóricamente para incorporarla al Convivio.
Dante, en efecto, en ese capítulo 12 del ii Tratado del Convivio afirma, primero, que él usa muy poco la “tornata”, segundo, que, cuando la usa, lo hace para adornar la canción con algo que hay que decir fuera de su significado, y que, para destacar este carácter espe- cial, pocas veces la hace concordar con el “orden” de la canción, retornando, como era habitual, “a cierta parte de su canto”. Si es cierta esta hipótesis, se explica que Dante, distinguiendo —como debía necesariamente hacerlo en la interpretación alegórica— la belleza formal de la bondad del contenido, encuentre fácil de captar la primera y difícil la segunda. Y el permiso que nos da de gozar de la forma sin preocuparnos de lo demás, es decir leyendo la canción como lo que era, el canto del amor nuevo que vence la muerte, es para nosotros una especie de liberación. He aquí la “tornata”:
“Canzone, io credo che saranno radi
Color che tua ragione intendan bene,
Tanto la parli faticosa e forte.
Onde se per ventura egli addiviene
Che tu dinanzi da persone vadi,
Che non ti paian d'essa bene accorte,
Allor ti priego che ti riconforte,
Dicendo lor, diletta mia novella:
Ponete mente almen com'io son bella”.
(Convivio, II Ed. citada p. 171)
En esta justificación de la poesía por su belleza está la libera- ción. ¿Qué nos importa, en terreno literario, el significado alegórico, si, para nosotros, y, de un modo no muy consciente, también para Dante, el literal alcanza y vale por sí? Bien podemos prescindir en- tonces de las intenciones moralísticas o filosóficas del autor, sea que estas hayan surgido posteriormente, como parece que aconteció en este caso, sea que queden poéticamente anuladas por la vitalidad que cobran las creaturas simbólicas, como en la famosa canción: “Tre donne intorno al cor mi son venute”.
Es esta última una de las “rimas” de Dante cuyo carácter inten- cionalmente alegórico es innegable y sobre las cuales la personificación que de la Filosofía hace Boecio en el “De consolatione” influyó bastante. Y es, sin duda, la mejor de ellas, la que más se difundió, aun fuera de Italia (fue imitada en su forma, aunque no en su espíritu profundo, por el marqués de Santillana en una de sus “Visiones”). En esta canción vemos una vez más comprobado el carácter instrumental de la alegoría, como elemento de continuidad y conciliación en los momentos o en los terrenos conflictuales.
En todos los poetas del Dulce Estilo, aun en los que más espontáneamente se mueven con su poesía en esos mundos interiores re: motos, en esos paisajes luminosos sin objetos ni colores, en que la Amada no es más que una fuente de luz, una sonrisa o un suspiro, en que ni ciudades, ni ríos, ni personas tienen nombre o contornos, hay una zona límite, o, si se quiere, un punto de fractura. Guinizelli lanza de pronto una maldición contra una “vieja rabiosa” y Cavalcanti rodea de una naturaleza deslumbrante a su realística y encantadora “pastorella”. Pero en Dante el realismo se impone como nuevo criterio estético, con una seriedad que hace de él, no una diversión aislada, sino una verdadera conversión.
Bonnes, en su libro sobre el Dulce Estilo, pone el acento, exagerando un poco, sobre este contraste radical entre el fragmentarismo crepuscularmente irreal del Dulce Estilo y la constructividad de la Comedia. Dante sintió sin duda este contraste y lo superó, o creyó superarlo, con la alegoría, que ya se nos presenta en la Vita Nova, en la figura de Amor de algunos sonetos de la primera parte y, justificada teóricamente como simple metáfora, en el cap. XXV. Ya en la Vita Nova, esta figura alegórica de Amor tiene, como personaje en movimiento, caracteres mucho más visibles que Beatriz. Piénsese en el soneto del Amor peregrino.
Bonnes no vio este puente entre los dos grandes momentos de la poesía dantesca. Lo vio Eliot al decirnos que la alegoría le da a Dante la posibilidad de tener “imágenes visuales claras”, aunque no vio o no nos dice que ella le permitió romper el cerco de la estética estilnovista. Cuando Dante establece, en el trozo citado del Convivio, la distinción entre la alegoría de los teólogos y la de los poetas, lo hace porque siente el carácter estético de esta última; y en ese sentido la va a utilizar.
La alegoría de los teólogos sería la que corresponde a la definición general dada por Dante: una hermosa narración fantástica que encubre una verdad religiosa o moral. La alegoría de los poetas viene de la retórica antigua y es una materialización de la vida afectiva, a menudo en base a personificaciones, del tipo de la de Amor de que se habló más arriba, defendida en el capítulo XXV de la Vita Nova.
La alegoría es, pues, en Dante, el instrumento con que la sólida realidad de la naturaleza, la forma, el color, los sentidos, destruyen las inhibiciones abstractas del “amor” estilnovista, la prisión ascética de la religión medioeval, para entrar a integrar una realización artística plena, sin el doloroso conflicto moral que atormentara a Petrarca. Ya en la canción “Tre donne intorno al cor...”, la figuración de Drittura (Rectitud), aun siendo esta un personaje del drama interior, al modo estilnovista, tiene, como consecuencia de la libertad que le da a Dante la alegoría, contornos mucho más definidos y caracteres más realistas que cualquier mujer del Dulce Estilo. Veámosla:
“Dolesi Puna con parole molto,
e’n su la man si posa
come succisa rosa:
il nudo braccio, di dolor colonna,
sente l’oraggio che cade dal volto;
l’altra man tiene ascosa
la faccia lagrimosa:
discinta e scalza, e sol di sé par donna”
(vv. 19-25)
Esta imagen de la desolación indignada tiene la gracia y la solidez de un mármol helenístico. La cabeza se abandona en la mano como una rosa cortada, pero el brazo desnudo se hace columna; la persona es dueña sólo de sí misma y eso la separa del mundo con líneas de trazo neto y le da consistencia.
Más tarde, la “terrenalidad” de Dante, en que Croce reconoce con razón el motivo unitario de la Comedia, encuentra en la alegoría su descanso. Después de la Vita Nova, tan espiritualizada, la Comedia se nos presenta —repito— como el dominio del realismo. Y hay un vínculo profundo entre este realismo —que Eliot, en ignorada coincidencia con Carducci, llama mágico— y la intención o justificación alegórica.
Naturalmente, nada de esto le quita valor a la afirmación de Croce que la criptografía no es poesía. Este descanso del alma en la justificación alegórica quiere sólo ser un elemento de explicación psicológica de la plenitud de un proceso creativo, que en la atmósfera estilnovista hubiera sido inexplicable. Sólo a través de la alegoría, Beatriz puede hacerse, en la Comedia, tan mujer y la “pastorella” de Cavalcanti, adoptada por Dante, puede “cantar como si estuviese enamorada” y danzar entre las flores, en el Paraíso terrenal.
Que Dante sintiera obscuramente la importancia de la forma y del sentido literal, que es el único que puede identificarse con la “forma” entendida como De Sanctis y Croce la entienden, se comprueba repetidamente en el Convivio, además que en la “tornata” citada. Nosotros, claro está, decimos que se trata del único sentido posible de la palabra poética, puesto que la metáfora misma es identificación, síntesis a priori de la poesía, y no un vestido agregado desde afuera.
Dante no llega hasta ahí, puesto que nos ha hablado escolásticamente de los cuatro posibles sentidos de toda “escritura”. Pero, al principio del Convivio, nos demuestra su complacencia por la belleza de sus canciones “sí di amore come di virtú materiate”, y considera natural que esa belleza sea apreciada más que su “bondad”, es decir su sentido oculto. Y, a la vez que nos define, según la escolástica —es decir, despedazándola— esa belleza (belleza de construcción o gramática, orden de las palabras o retórica, número de las partes o música), tiene de ella una concepción tan sutil y delicada, que afirma y demuestra la imposibilidad de traducir la poesía de un idioma a otro, es decir la inescindibilidad de forma y contenido (Convivio, Trat. 1, cap. VII).
Por otra parte, al final del II capítulo del primer Tratado, Dante hace, al pasar, una afirmación grávida de consecuencias, que hubiera ahorrado muchos esfuerzos interpretativos de haber sido atendida por los dantistas: “la verdadera sentencia de ellas [las canciones] no se puede ver por nadie, si yo no la cuento [no dice: “explico”], porque está oculta bajo figura de alegoría”. (Ed. citada p. 145). El sentido alegórico (“la verdadera sentencia”) carece, pues, aun para Dante, de necesidad poética; depende del arbitrio del autor y, si este no lo “cuenta”, es imposible encontrarlo. Tiene, pues, todos los caracteres de la accidentalidad y es, por lo tanto, ajeno a la esencia de la poesía, que se impone al lector como ya se impuso al poeta.
Y he aquí un ejemplo de ese “sentido verdadero” que Dante, usando el procedimiento alegórico, atribuye a la primera canción del Convivio y que sería doblemente “accidental” si admitimos que tal atribución fue realizada “a posteriori”, en el período en que el poeta sentía aplacarse en su ánimo las antiguas pasiones para dejar encenderse el fervor del estudio.
Dice el poeta, al final de la segunda estrofa:
“Questi mi fece una donna guardare,
E dice: Chi veder vuol la salute,
Faccia che gli occhi d'esta donna miri
S’egli non teme angoscia di sospiri”
(Edición citada: p. 170).
Y he aquí el comentario a estos cuatro versos (doy sólo la traducción, como para los demás trozos no poéticos): “Esta mujer es la Filosofía, la cual verdaderamente es mujer llena de dulzura, adornada de honestidad, admirable de sabiduría... las miradas de esta mujer son sus demostraciones, las cuales, penetrando derecho en los ojos del intelecto, enamoran el alma...; si él (el estudioso) no teme con- goja de suspiros”: aquí hay que entender: si no teme trabajo de estudio y conflicto de dudas” (Edición citada, p. 206).
Si volvemos a leer estos versos, que no se destacan por una par- ticular hermosura en la producción poética dantesca, reconocemos fácilmente en ellos, a pesar de la minuciosa interpretación del autor, el tono de las rimas por “la mujer gentil” acogidas en la Vita Nova. Y no creo que sea debida a un preconcepto, vinculado con la hipótesis ya expuesta de un sentido simbólico atribuido a la canción tardíamente, la impresión de que la interpretación alegórica de Dante ten- ga, en el trozo que cité, un carácter forzado. Por eso mismo, esas líneas adquieren un sabor barroco, no ajeno al gusto de ese tiempo, del que quedan rastros en los primeros cantos de la Comedia.
Sobre la teoría del sentido alegórico, Dante vuelve en la epístola latina a Can Grande della Scala (Señor de Verona), con la que le dedica el Paraíso. La autenticidad de este documento no está definitivamente demostrada, aunque la mayoría de los historiadores la acepta. Pero, para nuestro tema, es suficiente que estemos seguros (y de eso no se duda) de que fue escrita en los tiempos de Dante y de acuerdo con sus ideas.
Aquí también se habla de los cuatro sentidos posibles de la poesía que encontramos enumerados en el Convivio y hasta se repite el ejemplo del salmo “In exitu Israel de Aegypto”. Luego se aplican los cuatro sentidos a la Comedia; pero el sentido moral y el anagógico son posteriormente reducidos al alegórico, lo que simplifica bastante el problema.
Aplicando esta teoría, los autores de comentarios a la Divina Comedia, a partir del primero, casi contemporáneo de Dante, dan la interpretación literal de cada elemento del relato y, en seguida, la alegórica. Uno de estos expositores, Francesco da Buti, perteneciente a la segunda mitad del siglo XIV, al seguir este procedimiento impuesto por la costumbre, cita, a propósito de los cuatro sentidos posibles, dos versitos mnemónicos, del tipo de los que tanto se usaban en la Edad Media y que, para algunas disciplinas, las escuelas de los jesuitas conservaron hasta el siglo pasado.
Littera, gesta refert; quid credas, Allegoria;
Moralis, quid agas; quid speres, Anagogia
Y con esta curiosidad, que nos puede ayudar a entender, no la filosofía escolástica, sino la atmósfera cultural que alrededor de ella se crea, cerramos el estudio rápido de lo que era la alegoría para Dante; y podríamos decir que la realización coincide con la teoría (con lo cual nuestra indagación estaría terminada), si no fuera que en la Comedia el problema adquiere otros caracteres y otra enverga- dura, convirtiéndose la alegoría en una plataforma de vuelo para Pegaso.
En la Comedia hay —en relación con la alegoría— un motivo inspirador nuevo, que influye poderosamente sobre los términos del problema: la profecía, motivo muy ligado a la actitud militante y al realismo fuertemente estructurado del poema.
Dante es, en efecto, el más grande de los poetas-profetas.
Hasta el romanticismo y, para los ambientes ajenos a la cultura especializada, casi hasta nuestros días, el arte ha sido concebido co- - rrientemente como un instrumento de enseñanza o moralización, como un vehículo de la verdad, según la teoría, que Croce en nuestros días llamó “pedagógica”, y que Torcuato Tasso ya en el siglo XVI había definido en versos famosos:
“Sai che la' corre il mondo, ove più versi
di sue dolcezze il lusinghier Parnaso;
e che il vero condito in molli versi,
i più schivi allettando ha persuaso:
cosi allegro fanciul porgiamo aspersi
di soave licor gli orli del vaso;
succhi amari ingannato intanto ei beve,
e dall’inganno suo vita riceve”.
(T. Tasso - Gerusalemme liberata - c. I. estr. 3).
Pero, al lado de esta teoría corriente, siempre existió otra, que hacía de la poesía un instrumento de la divinidad o de las divinida- des, para comunicarse con los hombres por boca de los poetas; y entonces la inspiración artística adquiría caracteres místicos que la emparentaban con la inspiración religiosa de los profetas, de las sibilas, de las pitonisas. Las profecías de Casandra son un don o, mejor dicho, un castigo de Apolo, el dios de la poesía.
Los románticos, que tienden a valorizar el carácter espontáneo y primigenio del arte y, a la vez, a admitir su carácter mesiánico, o sea instrumental, rozan a menudo esta identificación del poeta con el profeta, que ya, en la antigiedad latina, habían sido designados con una sola palabra: vates. Todos los poetas constructores, todos los poetas que han sido hombres de acción (en la vida, o aun sólo en la poesía), se han sentido poetas-vates: en la literatura italiana, los ejem- plos más claros de esta actitud espiritual son Dante, Alfieri, Carducci, poetas que se sienten conductores de pueblos. Y es corriente que el deseo intenso o el intenso temor de que algo suceda se expresen como profecías de aquel determinado acontecimiento.
A veces la profecía influye poderosamente sobre los acontecimientos; se transforma en fuerza histórica. Así ha pasado con las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento, que, históricamente consideradas, han dado su propio color a los relatos evangélicos de la vida de Jesús, y por lo tanto a muchas modalidades del futuro cristianismo, aunque en un sentido que sus primitivos autores, viviendo en otros tiempos, nunca hubieran podido imaginar.
Los profetas del Antiguo Testamento son, a menudo, poetas. Dante es esencialmente un poeta, pero su principal motivo inspirador es el deseo ardiente y austero de una renovación interior del hombre, de una renovación exterior de la sociedad, según un ideal de justicia, que adquiere a veces el tono acongojado e indignado de la protesta, a veces el tono polémico o violento de la invectiva, a veces el tono misterioso de la profecía. En todos estos casos, dice Croce, se trata más de oratoria político-moral que de poesía, ya que esta última tiene su fin en sí misma. Pero también esta pasión de justicia puede ser — como el amor, con el que en Dante tiende a confundirse— motivo inspirador de poesía. Y, para él, alegoría y profecía son medios expre: sivos como, en Esquilo, las incoherentes y encendidas palabras de Casandra.
Este carácter profético, que adquiere la Comedia en algunos de sus momentos culminantes, acentúa su pregonada significación alegórica y le da a este problema de la alegoría un alcance que no tenía en la obra dantesca anterior. Ahora bien: no siempre, en la Comedia, la profecía es alegórica; no siempre la alegoría es profética. Pero en la conjunción de profecía y alegoría encontramos el tono cálido, nuevo en la obra dantesca y característico de la Comedia, de la poesía de la acción y de la historia, mientras falta naturalmente en el poema la ambigiiedad de la interpretación alegórica a posteriori de que son objeto la Vita Nova y la poesía estilnovista de Dante en el Convivio y que no tiene más importancia que la que reviste todo dato autobiográfico de un gran escritor. Interpretación alegórica a posteriori existe para la Comedia, pero no es obra de Dante, sino de los dantistas y sólo interesa para la historia de la historiografía literaria.
Hay, no obstante —creo— una excepción. Me parece evidente (y así lo sostuve en mi curso de 1952, sobre el Dulce Estilo, en nuestra Facultad) que la figura de Matelda en los últimos cantos del Purgatorio es una alegorización a posteriori de una creación literaria anterior, no del mismo Dante sin embargo, sino de su “primer amigo”, Guido Cavalcanti.
Se trata de “La pastorella”, que fue para su autor una evasión de la atmósfera irreal y obsesionante del Dulce Estilo, no hacia el realismo propiamente dicho, sino hacia un naturalismo delicadamente estilizado de vergel provenzal. Dante retoma el mismo motivo, espiritualizándolo sin alejarlo del esplendoroso paisaje que lo rodea, no como evasión, sino como enriquecimiento e integración de su mundo poético. Para eso lo impregna de humanismo (Matelda le recuerda a Proserpina, el Paraíso terrenal al Parnaso) y lo justifica con un indeterminado carácter alegórico. ¿Quién es Matelda? ¿Qué representa? No importa la respuesta. Lo que importa es que Dante, al sugerir al lector la pregunta, se ha sentido libre para introducir en la naturaleza inocente del Paraíso terrenal, la inocencia paganamente natural de la Pastorella de Cavalcanti, que se ha vuelto adulta y ha conquistado el espíritu, sin perder, como las mujeres del Dulce Estilo, su corporeidad.
Cavalcanti nos había dado a una pastorcilla hermosa y primitiva, descalza en el rocío, que cantaba como los pájaros y amaba como toda la naturaleza ama, en primavera.
“In un boschetto trovai pasturella,
come la stella — bella, al mio parere.
Cavelli avea biondetti e ricciutelli
e gli occhi pien d'amor, cera rosata;
con sua verghetta pasturava agnelli,
e, scalza, di rugiada era bagnata.
Cantaba come fosse 'nnamorata,
…
…
ed ella mi rispose dolcemente
che sola sola per lo bosco gía.
…
…”
(Rimatori del dolce stil novo - Utet - 1944 - p. 60).
La Matelda de Dante era
“una donna soletta che si gía,
cantando ed iscegliendo fior da fiore.”
(Purgatorio. Canto XXVIII vv. 40-41)
Seguía, como una ninfa, el curso de un límpido arroyo, bajo los árboles y
“Cantava come donna innamorata”
(Purg. Canto XXIX - v. 1).
Esta coincidencia casi literal de algunos versos no puede ser casual, aun si la Matelda del Purgatorio actúa y habla con elegancia refinada y con angélica sabiduría. El “contenido” de los dos episodios es opuesto; la atmósfera poética es la misma, aunque en Dante mucho más rica y esfumada, no sólo por la mayor pericia técnica, sino también por la multiplicidad de las intenciones. Matelda tiene toda la delicadeza y la dulzura de las figuras femeninas del Dulce Estilo, pero tiene también —protegida por su carácter alegórico— los colores y los movimientos que el estilnovismo dejaba indeterminados por canon poético y moral. Es como una ninfa de Botticelli y se mueve con el paso de las Gracias sobre el fondo de una naturaleza renacentista.
Creo, por otra parte, que no se ha visto suficientemente en el Purgatorio la poesía de la naturaleza, de su encanto elemental y fúlsido, que Cavalcanti había desterrado de sí, encerrándolo de una vez por todas en el paréntesis que es, en su obra, la Pastorella, y que en Dante encuentra su triunfo y su catarsis justamente en la segunda “cántica”.
Esta glorificación de la vida a través del reino de los muertos, de lo material a través de lo espiritual está demasiado cerca del núcleo de nuestro tema, para que se pudiera dejar de mencionarla.
El I canto del Infierno es, en su conjunto y a pesar de contener muchos versos famosos, que han entrado en el lenguaje corriente casi como “res nullius” (o, quizás, justamente por eso) uno de los cantos poéticamente más endebles de todo el poema.
Le falta esa unidad intrínseca que tienen casi todos los demás cantos, y ,por ser introductivo, la continuidad con el conjunto no es firme ni fluida. Hay mucha alegoría, según el gusto que prevalecía en esa época y del que se han dado algunos ejemplos, así como hay esos juegos de palabras de sabor barroco que constituían entonces —y, antes, en el mundo cultural mediolatino— la delicia de los literatos (“selva selvaggia”, “piú volte volto”, etc.), así como hay versos fáciles, de los que Dante, ese asceta de la dificultad técnica, se permite tan raras veces (“ma, per trattar del ben cb'io vi trovai, diró de altre cose ch'io v'ho scorte”).
Este carácter aún vacilante de este primer canto hace que, por un lado, pueda el crítico servirse de él para ejemplificar la tesis de Croce, que ve en la Comedia momentos de alta poesía, sostenidos por una construcción conceptual teológica ajena a la poesía misma; por otro, que se sienta aún, aquí, la pesada herencia de la poesía didáctica del siglo XIII. La alegoría tiene, en la Comedia, creo yo, una substancia especial, pero, en este primer canto, está aún muy cerca de la que encontramos en la retórica tradicional de la Edad Media. Ya vimos que la “selva selvaggia” continúa la “selva diversa” de Brunetto Latini; la colina de la salvación, el sol que la ilumina, las tres fieras, tienen, con mayor fuerza, el mismo carácter; el “Veltro” de la profecía virgiliana nos recuerda, como veremos, a Gioacchino da Fiore... Un canto, en una palabra, que se presta para un estudio anatómico, casi siempre imposible en la obra de un poeta, especialmente cuando este se llama Dante, un canto en que es posible una clasificación.
Dice Croce que la alegoría intencional, que preexiste al nacimiento de la obra, traba la espontaneidad y la coherencia íntima de la poesía, a menos que el poeta olvide su preocupación alegórica y cree un fantasma poético vivo (como, en la Comedia, Gerión o Matelda). En este último caso la intención alegórica es inoperante o tiene el valor de un obstáculo superado y, por lo tanto, si interesa al historiador, no interesa al rastreador de poesía.
Es evidente que la alegoría pesa cuando las exigencias lógicas del significado rompen la coherencia de la imagen; si la coherencia subsiste, la alegoría no es otra cosa que imagen, es decir, poesía. Las tres fieras, dinámicamente vivas, distintas, irrepetibles, con felina, obsesionante agilidad, la onza, con majestuosidad terrible, el león, con lenta, intensa, lineal amenaza, la loba, son tres imágenes potentes, materializaciones fantásticas del terror a la muerte. Y no importa que la muerte del cuerpo sea aquí la alegoría de la perdición del alma, llamada en la Edad Media, “la segunda muerte”, y que las tres fieras personifiquen tres pecados: lujuria, orgullo y avaricia, según la mayoría de los intérpretes: la onza salta aún en nuestra imaginación de derecha a izquierda y de izquierda a derecha para cerrar el paso, y el mismo aire se impregna de miedo al presentarse el león, mientras la mirada hambrienta e implacable de la loba que lentamente avanza sigue rechazando a Dante hacia las tinieblas. Suspenso y terror, nada más y nada menos: la alegoría no agrega ni quita un átomo de poesía.
Pero he aquí que entramos en la historia circunstanciada de la loba, la bestia sin paz, “que hizo vivir en la aflicción a muchas gentes”, dato que Dante, en ese trance, no tenía por qué conocer. Otro agrega después Virgilio: “Muchos son los animales (léase: pecados) con que se casa (se une) y más aún serán...” y aquí hay que cortar la cita, porque la alegoría se vuelve profética y su espíritu tiende a cambiar.
Estos detalles, que le dan a la loba una vida continuativa, incongruente con la terrorífica imagen primaria, destruyen su realidad fantástica y constituyen alegoría en el sentido peyorativo de la palabra. La fiera ya no será tal, sino que simbolizará a la avaricia o, en plano histórico, a la Curia papal.
Croce tiene razón: ya no hay poesía. Pero el juicio negativo de Croce se extiende a todo lo que sigue y especialmente a la alegoría profética del “Veltro”, el perro de caza destinado, bien a matar, bien a rechazar hacia el Infierno a la loba. ¿Quién es, según Dante, el “Veltro”? ¿Enrique VII de Luxemburgo? ¿Otro emperador? ¿Can Grande della Scala? ¿Un Papa? Este problema constituyó el tormento y la delicia de los eruditos “en Dante” en el siglo pasado y, a veces, también en el actual. Para resolverlo se han dado, a los misteriosos tercetos que pretenden determinar al “Veltro”, todas las posibles interpretaciones, y aun las imposibles. Para nosotros, el problema se plantea en terreno distinto: este lenguaje misterioso, que Croce llama criptográfico o en clave, ¿mata a la poesía?
Dijimos que la profecía que aparece, con el “Veltro”, en los umbrales mismos del Infierno, constituye, en la Divina Comedia, un elemento nuevo en este tema, tan complejo, de la alegoría dantesca, a la vez que se presenta como el aspecto más destacado de la actitud militante del poeta.
La profecía abunda en el poema como elemento narrativo, puesto que las almas de los muertos tienen ese don. En el diálogo casi constante, el protagonista del viaje se hace predecir, con tono más o menos solemne y a veces con alguna imagen transparente, pero sin alegoría, su destierro, encuadrado en un momento de la historia de Florencia y del mundo, que es futuro para la época en que Dante sitúa la acción del poema y pasado cuando el poeta escribe. Se trata pues de historia reciente y, en parte, autobiográfica, presentada en forma de predicción. Es la profecía-recuerdo, de efecto intensamente poético:
“…
e tu saprai sí come sa di sale
lo pane altrui, e come è duro calle
lo scendere e il salir per l’altrui scale.”
(Paraíso. XVII - vv. 58-60).
Esta profecía del destierro y del sufrimiento personal empieza en tono menor en el canto VI del Infierno y se vuelve cada vez más profunda y acongojada, aunque menos rencorosa, hasta adquirir, en boca de Cacciaguida, en el canto XVI del Paraíso, el carácter de una épica de la entereza entre las persecuciones, que inaugura una veta permanente, aunque a veces oculta, de la poesía italiana hasta nuestros días.
Se trata, en Dante, de un motivo que tiene el mismo valor autobiográfico que algunos rasgos atribuidos a distintos personajes de la Comedia, como, por ejemplo, la representación de la humillación voluntaria de Provenzán Salvani (“si condusse a tremar per ogni vena”, Purg. c. XI, v. 138) , que rescata el alma de este último del pecado de orgullo y le abre el acceso al Purgatorio, pero que para Dante tiene sin duda también el mismo valor de experiencia íntima que la profecía-recuerdo ya citada: “Y tú sabrás cómo sabe a sal...”.
En general estas profecías “post-factum” son claras; sólo a veces toman, para igualar el tono de este pseudo-futuro al de las profecías propiamente dichas, un carácter que podía haber sido obscuro en el año 1300 para el Dante personaje de su poema, pero no para Dante autor y menos para el lector. Ejemplos: la profecía de Oderisi, en el canto XI del Purgatorio, al referir al futuro de Dante las palabras que vimos sobre Provenzán Salvani (“...e scuro so che parlo”), la de Bonagiunta acerca de Gentucca y la de Forese Donati sobre la muerte de su hermano Corso (canto XXIV del Purgatorio), seguidas todas por la afirmación de que sólo los hechos posteriores podrán aclarar su sentido. Pero ese sentido era ya perfectamente claro cuando Dante escribía y no hay, pues, lugar a discusión.
Mas la Divina Comedia tiene también una dimensión verdaderamente futúrica, es decir expresa deseos y esperanzas. En lo personal no hay profecía y, menos, alegoría, cuando de futuro se trata. Dante esperó, hasta lo último, volver a Florencia y recibir la corona de poeta en su hermoso bautisterio de San Juan:
“Se mai continga che il poema sacro
al quale ha posto mano e cielo e terra,
sí che m'ha fatto per più anni macro,
vinca la crudeltà che fuor mi serra
dal bello ovile ov’io dormii agnello,
nimico ai lupi che li danno guerra,
con altra voce omai, con altro vello,
ritornerò poeta, ed in sul fonte
del mio battesmo prenderò il cappello.”
(Paraíso, c. XXV, vv. 1-9).
Es una esperanza dolorosa y apasionada, que se hace sentir a menudo en el poema. Sin embargo, ninguna de las almas de los tres reinos de ultratumba le profetiza a Dante este retorno soñado, cuyo deseo el poeta expresa humanamente, con exclusión de lo sobrenatural. El mismo carácter no profético, sino terrenal e hipotético, tiene el famoso: “e forse é nato chi l'uno e l'altro caccerá di nido” de Oderisi, en el canto XI del Purgatorio, si es que se refiere a Dante y no es una consideración general.
Obscuras en cambio e indeterminadas son las verdaderas profecias, que materializan en acontecimientos futuros, misteriosamente alu- didos, los deseos político morales de Dante, no como individuo, sino como representante de toda la humanidad que sufre y espera.
Esta profecía tiene siempre, en la Comedia, carácter alegórico. Y volvemos así al “Veltro” del primer canto del Infierno, a su misterioso nacimiento “entre fieltro y fieltro”, a su alimento de sabiduría, amor y Virtud y no de tierras ni de metal. Más obscura aún es una profecía análoga, que forma parte de la visión de los últimos cantos del Purgatorio. La pronuncia Beatriz, quien anuncia como próximo el momento
“nel quale un cinquecento dieci e cinque,
messo di Dio, anciderà la fuia
con quel gigante che con lei delinque.
E forse che la mia narrazion buia,
qual Temi e Sfinge, men ti persuade,
perch’ a lor modo lo intelletto attuia;
Ma tosto fien li fatti le Naiade,
che solveranno questo enigma forte,
senza danno di pecore e di biade”.
(Purgatorio, c. XXXIII, vv. 43-52)
Los hechos darán la clave del enigma. ¿Qué pueden significar estas palabras, que no sea la ignorancia del mismo Dante acerca de los acontecimientos anunciados en la profecía de Beatriz? Esta obscuridad en la expresión desempeña el papel muy simple de dar a Beatriz el carácter augusto de una Sibila antigua.
Algo análogo puede decirse del “Veltro”, tan obscura y barrocamente anunciado por Virgilio al principio del poema. No es de ningún modo necesario que Dante haya querido dar al animal simbólico un sentido especial y determinado; cada lector podía ver en él su esperanza en un plano desinteresadamente universal. El mismo Dante podría haber acariciado sucesivamente distintas identificaciones (inclusive, como se ha propuesto recientemente por Olschki, con la propia Divina Comedia), dejando libres a los demás de hacer otro tanto. Más cerca —creo yo— estaban de su espíritu quienes en el siglo pasado, medio en broma, medio en serio, sostenían que el “Veltro” era Garibaldi o aun Víctor Manuel II, que los eruditos que atormentaban la historia de los últimos decenios del siglo XIII y de los primeros del XIV en busca del héroe que podía haber nacido “entre fieltro y fieltro”.
Puede ser que, como nos sugiere la observación de las miniaturas del “Libro delle figure” de Joaquín de Fiore, el simbolismo joaquimita haya contribuido a dar al misterioso libertador de la Comedia la figura de un perro. Pero eso no es necesario, ni posible de probar, ni importante, pues, para nosotros, es suficiente la coherencia interna de la imagen: el enemigo natural de la loba debía ser un perro de caza (recuérdese el sueño del conde Hugolino). La loba es la avidez de bienes terrenales y de dominio temporal, especialmente referida a la iglesia en un momento en que estaba llegando a su punto culminante y politizándose rápidamente el conflicto de la pobreza entre los franciscanos. La profecía consiste simplemente en la predicción (expresión de un deseo ferviente) de la derrota de la loba. Su vencedor es un perro porque así lo requiere la imagen. Las palabras misteriosas que parecen determinar el símbolo no desempeñan más función que la de obscurecerlo, rodeando la profecía de esa atmósfera feérica y fascinadora que, desde la más remota antigiiedad ha caracterizado las palabras de oráculos y profetas, sin excluir la Apocalipsis. Si el poeta no nos explica sus expresiones, después que él mismo, en el Convivio, nos ha dicho que tal explicación es indispensable para la comprensión de la alegoría, quiere decir que, probablemente, no hay en ellas nada que explicar.
Lo mismo puede decirse de las palabras misteriosas: “Pape Satan, pape Satan, aleppe” del ler. verso del canto VII del Infierno (atribuidas a Pluto, que representa la materialidad bestial y embrutecedora de la riqueza), que no contienen ni profecía, ni alegoría, pero cuya incomprensibilidad es en sí un instrumento expresivo para darnos, en su manifestación externa, una grosera, primaria figura de demonio incomunicado.
Croce condena las alegorías proféticas como la del “Veltro” o del “Quinientos diez y cinco”, sin tener en cuenta la singular fascinación que ejercen, y no precisamente por ser lenguaje criptográfico, sino por todo lo contrario, es decir por su inexplicabilidad o —Jo que es lo mismo—, por la multiplicidad de interpretaciones a que se prestan, ninguna de las cuales es, de por sí, la verdadera. La clave, dice Beatriz, la proporcionarán los hechos... cuando se produzcan.
En las seudo-profecías, las que no son otra cosa que catarsis poética de dolorosos y recientes recuerdos, no hay —lo vimos— nada de alegórico. Más aún: en el momento en que el anuncio del destierro llega a encontrar un tono de épica altivez en la boca de Cacciaguida, Dante alaba a este último por hablar en forma clara, sin los reco- vecos alegóricos de las profecías paganas:
“Né per ambage, in che la gente folle
già s’inviscava pria che fosse anciso
l’Angel di Dio che le peccata tolle,
ma per chiare parole e con preciso
latin rispuose quello amor paterno
…”
(Paraíso, c. XVII, v. 31 sgg.).
He aquí, determinado en toda su claridad, el papel —puramente expresivo— de la alegoría, cuando se trata realmente de acontecimientos futuros que Dante no conocía, sino solo anticipaba vagamente con su deseo: el de evocar el tono de los oráculos antiguos, de Temi y de la Esfinge, había dicho Beatriz en el último canto del Purgatorio. Su destierro, Dante lo conocía demasiado bien. Por eso Cacciaguida puede usar su “preciso latín”.
Tampoco hay obscuridad, como ya se observó, cuando Dante mira su propio futuro personal y expresa su deseo de retornar a Florencia. Entonces él expresa ese deseo simplemente como lo'que es: hipótesis y esperanza. Este tono augusto y solemne de la profecía - alegórica se reserva para la esperanza mesiánica de una indetermina- da liberación. Es indudable que, en las intenciones de Dante, esa esperanza estaba destinada a contribuir, como las palabras de los profetas antiguos, a la liberación misma. Para eso debía servir su fuerza expresiva, que le viene, en este caso, de su propia obscuridad, que resucita, declaradamente en los dos trozos citados, la de los oráculos paganos. Pero, independientemente de las intenciones, la búsqueda de fuerza expresiva es búsqueda de poesía. He aquí que la alegoría, elemento típicamente medioeval, contra el cual la crítica crociana está plenamente justificada, pasa a ser, en Dante, uno de los aspectos de su prehumanismo, que es, en ciertos terrenos, mucho más profundo que el de Petrarca y Boccaccio.
El estudio de la alegoría en la Comedia es, pues, mucho más un estudio de tono poético que de significado histórico.
El Purgatorio es seguramente la más terrenal de las tres “cánticas”, aquella en que el realismo es menos mágico y está, al mismo tiempo, más velado de melancolía y ensueño: el camino de piedra lívido y desierto, el temblor lejano del mar en el alba, la cara lavada con el rocío, el manojo de ramas espinosas que cierra el acceso a la viña cuando la uva está madura, la transición siempre nueva de la lucidez al sueño, el pastor apoyado en su báculo que vigila el reposo de sus cabras cansadas, el amontonarse manso de las ovejas, la dulce tristeza del ocaso, la alegría íntima con que ve la aurora quien vuelve a la patria y llegó a la última jornada de su viaje... impresiones que todos experimentamos, escenas que todos vimos.
Si no fuera por los últimos cinco cantos, sería casi superfluo hablar de alegoría en el Purgatorio, ya que sólo podríamos citar la figura de Catón, las cuatro estrellas, los juncos (todos elementos simbólicos y rituales del primer canto, cuyo nexo alegórico con el conjunto del poema es tan tenue, que no nos distrae hasta el punto de no dejarnos sentir su carácter poético de partes de un paisaje fuertemente espiritualizado), la serpiente tentadora del canto VIII; los tres escalones de distinto color del canto IX, la hembra balbuceante con su antagonista del XIX y Lía del XXVII (aparecidas las tres en sueño, mientras Dante dormía, lo que le quita necesidad a la explicación alegórica), los siete P y su progresiva cancelación por el ala de los ángeles... Estas y las demás alegorías menores del Purgatorio se pueden clasificar sin esfuerzo en una u otra de las categorías examinadas en general. Son, en su mayoría, imágenes, cuyo carácter solemne es, en sí, una imagen más, pues está destinado a introducir en esta segunda “cántica” el tono litúrgico, que es uno de sus aspectos diferenciales.
No se trata aquí de alegorías proféticas, sino rituales-teológicas, esas mismas que Dante, en el Convivio, se había empeñado en distinguir de las alegorías de los poetas. Pero aquí son, para nosotros, alegorías de poeta, porque se emplean, sin que su significado sea verdaderamente esencial, para crear la atmósfera de la liturgia, como el “Quinientos diez y cinco” está allí para evocar el tono sibilino y apocalíptico: son pues, por la sugestión que ejercen, un medio expresivo, que tiene su razón de ser en sí mismo y no en su explicación.
Esto se podría repetir también a propósito de la alegoría más importante y compleja, que abarca los últimos cinco cantos del Purgatorio, si no fuera justamente por su amplitud, que implica un carácter continuativo. Este requiere a su vez un conjunto de nexos lógicos, cuya coherencia no tiene absolutamente nada de poético.
La mayor parte de esta larga alegoría tiene carácter históricoteológico y no profético ni conceptual, y, a pesar de incluir el encuentro entre Dante y Beatriz, cuyo significado no es alegórico a mi entender, y el “Quinientos diez y cinco” que, sí, es alegoría, pero sólo porque es profecía, puede ser clasificada en conjunto, entre los rela. tos criptográficos que Croce condena. Se podría decir, pues, para esos cinco cantos, lo que se dijo para la loba que aparece al pie de la colina de la salvación en el primer canto del Infierno.
Dentro de la selva “espesa y viva” del Paraíso terrenal, a orillas del límpido arroyo (que es Leté, pero no importa) se desarrolla una procesión solemne hacia la cual parecen tender, como a su culmina- ción, todos los elementos sacerdotales y litúrgicos que caracterizan, en el Purgatorio, las transiciones: la llegada, la espera, el ingreso, el pasaje de una cornisa a otra, de la penitencia a la gloria. La procesión es larga y ordenada: siete candelabros (los dones del Espíritu Santo), veinticuatro ancianos (los libros del Antiguo Testamento), cuatro animales con las alas llenas de ojos (los cuatro monstruos del Apocalipsis y, a la vez, los cuatro Evangelios), el carro (La Iglesia) de dos ruedas (¿las dos órdenes mendicantes?),tirado por un “grifón”, mitad león, mitad águila (Cristo), acompañado, a su derecha, por tres mujeres que danzan (las tres virtudes teologales) y, a su izquierda, por cuatro (las virtudes cardinales); atrás, siete figuras que simbolizan los demás libros del Nuevo Testamento. Las evoluciones y las transformaciones de esta procesión escenográfica y coreográfica, con la dramática intervención de otras figuras simbólicas como el águila, el “dragón”, el “zorro”, la meretriz y el gigante, obedecen a una visión abstracta y esquemática de la historia reciente, en relación con el pensamiento político y religioso del poeta. Hay, sí, logros de detalle, como la imagen del “dragón”, que tiene, en su impertinente impasi- bilidad, algo de la potencia de la figura infernal de Gerión; pero ni estos aciertos, ni el esfuerzo colorístico consiguen disimular las articulaciones y los engranajes de la máquina alegórica, que, aquí, impide la continuidad y la integralidad de la poesía. Y, ya que, en la Divina Comedia, esta mecanicidad de la alegoría constituye no una regla, sino una excepción, vale la pena detenerse para investigar sus causas en estos últimos cantos del Purgatorio, que pueden ser considerados típicos en este sentido.
Hay que observar ante todo que, por primera vez después de las dudas expresadas en el II canto del Infierno, Dante siente la desproporción entre su persona individual y la humanidad pecadora y redimible a la que esta persona representa en el poema, según su propia afirmación en la Epístola a Can Grande. Este íntimo sentido de desamparo, frente a la grandiosidad del símbolo que sobre él pesa, se traduce racionalmente en reducir el episodio de su encuentro con Beatriz (reproche, arrepentimiento, confesión, purificación...) a un momento de una visión compleja, variadamente iluminada y coloreada, que representa la historia de la Iglesia, del Imperio, de la huma: nidad que cayó con Adán, fue redimida por Cristo y está continuamente expuesta a las insidias del Demonio. El hecho de que Dante haya considerado necesario este encuadre es una prueba indirecta (e innecesaria, por otra parte) del carácter artificial y externo de la alegorización de Beatriz en la Comedia.
En efecto, mientras que, cada vez que aparece Beatriz, el sentimiento individual irrumpe prepotentemente y sólo es dominado a través de la contemplación fantástica, mientras que las figuras estilnovistas de Lía y Matelda se mueven delicadamente, con una estilización botticelliana avant-lettre, dentro de un paisaje natural que preanuncia el renacimiento, la procesión en sí misma nos retrotrae a una atmósfera plenamente medioeval, no a la de las Comunas y de Giotto, sino a la de la patrística, del arte bizantino con su gusto decorativo del color y de la magnificencia (Humberto Bosco habla a este propósito del influjo de los mosaicos de Ravenna), de las visiones y de las hagiografías, de los “bestiarios” que incluyen al hipogrifo y al ave Fénix, en una palabra, a la atmósfera de los misterios, de las sagradas representaciones, de los autos sacramentales.
La razón de esta heterogeneidad está justamente en el deseo de Dante de alejarse de la autobiografía, alegorizándose a sí mismo dentro de una alegoría del mundo, situándose y situando a su Amada, erigidos en símbolos, en el mismo plano de los demás símbolos de este “misterio” de carácter no individual, sino universal. Naturalmente, no se trataba sólo de la preocupación de universalizarse a sí mismo y de ver “sub specie aeternitatis” su propia vida, sino también de la necesidad de buscar en la alegoría el medio para evadirse de los cánones irrealísticos del Dulce Estilo, forjar, en toda su potencia, la figura de Beatriz y expresar plenamente su amor por ella. “Disbramar la decennale sete” es frase que sale, no de la Vita Nova, sino de las rimas “petrosas”, que cantan amores antistilnovistas.
Se trata siempre, es cierto, de amor espiritual; pero este amor tiene toda la apasionada violencia del sentimiento juvenil, recatado en su expresión, que sin embargo hacía temblar y desmayarse al poeta; es amor a Dios, a través de la persistencia del amor a Beatriz. Beatriz misma entonces se vuelve la fe, la verdad revelada o la gracia, sin dejar de ser la pasión juvenil de Dante, su conciencia moral, su juez interior.
En los últimos tiempos, la justificación del empleo insólitamente amplio de una alegoría de tono medioeval, en estos últimos cantos del Purgatorio, basada en la modestia de Dante y en su deseo de universalizar su íntima experiencia, tiende a imponerse. La encontramos ya, en su primer aspecto, en el comentario de Momigliano, y, en el segundo, en el de Sapegno.
Todos coinciden, sin embargo, en observar que Dante no alcanza aquí a armonizar el escenario alegórico, tan poblado de comparsas, con el encuentro dramático de su proyección fantástica como personaje del poema y de Beatriz. Hay, en la visión, momentos de poesía; no hay poesía de conjunto. Justamente por esto, se puede hablar de “fuentes” de la visión misma. La fuente principal es dada por la Biblia: los profetas del Antiguo Testamento y el Apocalipsis, con que se cierra el Nuevo. Dante mismo alude a esta doble derivación cuando afirma que los cuatro animales llenos de ojos que participan en la procesión corresponden, en cuanto al número de sus alas, a los del Apocalipsis de Juan y no a los que describe el profeta Ezequiel. Los eruditos han agotado ya prácticamente el tema de las menudas correspondencias entre los detalles de la visión dantesca y la Biblia y basta, aquí, haberlas mencionado en bloque.
Hay que detenerse, en cambio, en otra fuente que, después de la Biblia, es la más importante, y que, por ser más inmediata que las demás, probablemente impidió que un mundo tan rico y sugestivo llegase a asimilar tantos elementos distintos, para hacerse poéticamente vital. Me refiero a las profecías del abad Joaquín de Fiore y a las de sus secuaces, que habían seducido a una parte de la corriente franciscana extremista, con la que Dante estuvo seguramente relacionado, aun sin adoptar enteramente sus doctrinas.
El abad calabrés Joaquín de Fiore, colocado por Dante en el Paraíso (“di spirito profético dotato”, dice de él en el canto XII de la tercera “cántica”), había muerto en 1202, dos decenios largos antes que S. Francisco y más de medio siglo antes de que naciera Dante. A pesar de que sus ideas y sus creencias, basadas en visiones místicas, eran muy audaces, no entró en conflicto con la Iglesia. Esta, en efecto, debía ser tolerante con los monjes en la Italia del Sur y en Sicilia, pues necesitaba en gran medida de ellos en aquellas regiones, impregnadas aún de bizantinismo y de tradiciones sarracenas, y dominadas, hasta 1266, por la casa de Suabia, de fuertes tendencias racionalistas. Además, no todas las obras del abad calabrés fueron dadas a conocer en seguida. El hecho es que, a mediados del siglo XIII, había en Italia cerca de cuarenta monasterios benedictinos que habían adoptado la regla florense.
De la confluencia del misticismo de Joaquín de Fiore y sus secuaces con la corriente franciscana de exaltación de la pobreza, nacerán los movimientos místicos más encendidos de ese mismo siglo XIII, como el de la “Aleluya” (1233) y el de los “Flagelantes”, que se desarrollaron fuera del ámbito eclesiástico, en terreno laico y municipal. Los “fraticelli”, es decir los franciscanos que, partiendo de la estricta observancia de la regla de la pobreza, habían llegado —justamente cuando Dante escribía su poema— a oponerse a la lujosa Iglesia de Avignon en forma tan virulenta que se hicieron condenar a su vez muy pronto (1321) como herejes, encontraban en las profecías joaquimitas (que prometían para muy pronto el reino del Espíritu Santo, o sea del Amor) la fuerza para afrontar las persecuciones. La crisis de la orden franciscana, a la que Dante alude en el Paraíso y en la que el poeta, como se dijo, toma una posición intermedia y conciliadora (la condena por herejía no se había producido aún), se prolonga por todo el siglo XIV, adquiriendo aspectos filosóficos y políticos con Occam, Marsilio de Padua y Cola de Rienzo, y aspectos sociales con los disturbios de los “Ciompi” en Florencia. La posición heroicamente empecinada de los “fraticelli” fue consagrada por el martirio de algunos de ellos, que perecieron en la hoguera, como aquel fray Miguel, quemado vivo en 1389 en Florencia, cuyo proceso y cuya muerte nos han sido relatados por un anónimo testigo, en algunas de las más hermosas páginas de la literatura “popular” de todos los tiempos. Á esta misma literatura franciscana pertenecen las famosas “Florecillas”, y numerosas otras obras de los siglos XIII y XIV, narrativas y teóricas, en latín y en vulgar. Y muchas de ellas están impregnadas, a la vez, de la doctrina sencilla de S. Francisco y de las complicadas profecías del abad Joaquín. En estos últimos años ha sido publicado y estudiado por León Tondelli uno de los más interesantes códices de la literatura e iconografía joaquimitas, “Il libro delle Figure” en el cual el simbolismo característico de esa clase de profecías está profusamente ilustrado por una serie de miniaturas, que tienen muchas afinidades, digamos, temáticas con la procesión dantesca del Paraíso terrenal y con la profecía del “Veltro”. La coincidencia formal, aunque no interpretativa, de este simbolismo joaquimita con el bíblico puede haber ayudado a la simultaneidad de las dos fuentes en Dante y es aún más importante para nosotros la diversidad del significado que la identidad del símbolo.
Es evidente, por ejemplo, que Babilonia, en el Apocalipsis, es la Roma pagana de Nerón, en Joaquín de Fiore, el Imperio romano-germánico que se le presentaba materialmente personificado en los Hohenstaufen, en la literatura de los “fraticelli” y más tarde en Petrarca, la Iglesia de Roma desterrada en Avignon. Y lo mismo pasa con los demás símbolos, que permanecen idénticos mientras su interpretación varía. Dante se inserta en esta tradición, aprovechando la objetiva libertad que le ofrecen estas variaciones interpretativas de los mismos esquemas alegóricos, pero sin llegar, como en general en sus alegorías proféticas, a utilizar el simbolismo únicamente para crear un determinado tono poético. Demasiado inmediata era la realidad que se veía habitualmente detrás de esos símbolos, para que estos no se vieran atrapados en la oratoria de un combate sin cuartel.
Por eso podemos seguir distinguiendo elementos en estos cinco cantos, tan importantes para el estudio del pensamiento político de Dante, tan insuficientes en lo que se refiere a la intensidad y a la continuidad de la poesía. Por eso, a los ya citados, podemos agregar otros influjos: de la tradición estilnovista (Lía, Matelda, Beatriz), del amor provenzal — que en Dante se vuelve prerrenacentista— por la naturaleza, de un humanismo que suena nuevo en esta atmósfera medioeval (“manibus date, o, lilia plenis”, “forse in Parnaso…”, la comparación de Matelda, con Proserpina, etc.). Por la misma razón podemos aislar, de esta tumultuosa confluencia de corrientes heterogéneas, el motivo autobiográfico que culmina en el encuentro con la Amada; podemos hacerlo tan fácil y legítimamente como los enamorados mismos se aislan dentro de la más bullanguera muchedumbre. Y en este motivo, intermitente pero unitario, la poesía está presente, siempre.
En él, la “decennale sete”, la “antica fiamma” y el recuerdo puro del amor adolescente se funden con el arrepentimiento de otros amores, actividades y preferencias demasiado terrenales, en un amor que es nuevo sin dejar de ser antiguo, que es a la vez amor de Beatriz y amor de Dios, sed de la sonrisa de la “gentilísima” de la Vita Nova y sed de la luz divina. Se prepara así la Beatriz de la III “cántica”:
“Ché dentro agli occhi suoi ardeva un riso
tal, ch’io pensai co’miei toccar lo fondo
della mia grazia e del mio paradiso”
(Paraíso, C. XV vv. 32-34.)
La alegoría ha rozado apenas la figura de la Amada, lo suficiente para romper la reserva estilnovista y darle a esa fuente inaccesible de los sentimientos más puros de Dante, suscitadora de suspiros, temblores y poesía, una consistencia y una voz de mujer, una belleza con líneas y colores, una mirada capaz de expresar todos los matices del sentimiento.
Aparentemente, en el Paraíso, no hay más alegorías que la constituída por la trama general del poema y las muy circunscriptas de la Cruz y del Aguila, cuyo significado, en sí, es claro y deriva de símbolos corrientes, relacionados con el tema de los cantos respectivos: la fe y la justicia, la iglesia y el imperio.
Las luces se mueven formando letras o dibujos: es uno de los tantos medios que emplean las almas bienaventuradas para comunicar a Dante su mensaje y, a la vez, para expresar gratuitamente su verdad (puesto que en ella consiste su bienaventuranza), variando con figuras sus rondas luminosas, su tripudio musical. La Cruz y el Aguila no son más que momentos culminantes de ese modo de presentarse de las almas y, verdaderamente, su carácter alegórico es tenue.
Pero, ¿qué es la alegoría? Vimos que puede ser una transfiguración fantástica de hechos reales ya acontecidos (alegoría histórica, como la procesión de los últimos cantos del Purgatorio) o de hechos futuros (alegoría profética: el “Veltro”, el “Quinientos diez y cinco”); o bien puede ser un relato con personajes aparentemente concretos —una “hermosa fábula”, diría Dante— para representar ideas y sus vínculos recíprocos, para “visualizar” algo tan inmaterial como la verdad.
Desde este último punto de vista el Paraíso (“luz intelectual llena de amor”) es una alegoría continuada.
En efecto, por más que Dante se esfuerce por espiritualizar su visión, tiene que expresarse en términos sensoriales; las luces, más frías o más cálidas, rutilantes o fijas, color rubí o topacio, las músicas, las danzas, no pueden haber sido captadas por él sino a través de loa sentidos. Es inútil que nos diga, al final, que el Empíreo no está en el espacio, ni en el tiempo; ve moverse en él a sus personajes y no puede contarnos esos desplazamientos sino en términos de espacio y de tiempo. En esos términos, por otra parte —nos dice en su relato— se le habían presentado a él. La causa de esa materialización la encontramos en dos tercetos del episodio del “miro gurge” (“maravillosa correntada”) en el canto XXX del Paraíso. En este episodio está comprendido el único paisaje de la tercera “cántica”; pero tiene este carácter sólo para los ojos mortales de Dante.
“E vidi lume in forma di riviera,
fluido di fulgore, intra due rive
dipinte di mirabil primavera.
Di tal fiumana uscien faville vive
e ogni parte si mettien ne’ fiori,
quasi rubin, che oro circunscrive
Poi, come inebriate da li odori,
riprofondavan sé nel miro gurge;
e s'una entrava, un'OSaltra n'uscia fori”
(Paraíso, c. XXX, vv. 61-69)
Beatriz se complace del deseo ardiente que Dante experimenta de saber qué significa este espectáculo; pero le dice que, antes de “saciar esa sed”, deberá tomar un poco de esa agua. En realidad, el río de luz. las chispas y las flores
“...son di lor vero umbríferi prefazi.
Non che da sé sian queste cose acerbe;
ma è difetto da la parte tua,
che non hai viste ancor tanto superbe”
(Idem., vv. 78-81)
Sólo después que la garganta y los ojos de Dante se hayan bañado milagrosamente en esas aguas de luz, el río se transformará en la inmensa rosa en la que están distribuídas las almas de los bienaventurados, cuyas figuras ahora Dante puede ver, a pesar del fulgor intenso que despiden. Pero esa aumentada potencia visual no llega, sino en el instante supremo e inmediatamente borrado del éxtasis, a ver lo que ve, según la teología tomista aceptada por el poeta, la inteligencia pura, liberada de los sentidos. Mientras tanto, la presencia de los sentidos exige la apariencia de la materialidad. ¿Y qué es esta apariencia, en el Paraíso, más que una alegoría, que es obra, no de poetas ni de teólogos, sino del mismo Dios?
Esto lo sabemos, por otra parte, desde los comienzos mismos de la III “cántica”. Al principio del IV canto, en efecto, Beatriz lee en el pensamiento de Dante una pregunta: él está encontrando a las almas de los bienaventurados distribuídas en los siete cielos, correspondientes a los siete planetas; ¿estaba, pues, en lo cierto Platón, cuando decía que las almas, después de la muerte, tienen sus moradas en las estrellas?
No, contesta Beatriz: todos los bienaventurados tienen su trono en el Empíreo, aunque el grado de su beatitud sea distinto como dis: tintos fueron sus méritos. Se le muestran a Dante en diversos cielos, más lejos o más cerca de Dios, para hacerle comprender esa diferencia:
“Così parlar conviensi al vostro ingegno,
però che solo da sensato apprende
ciò che fa poscia d'intelletto degno.
Per questo la Scrittura condescende
a vostra facultade, e piedi e mano
attribuisce a Dio, ed altro intende:
e Santa Chiesa con aspetto umano
Gabriel e Michel vi rappresenta
e l’altro che Tobia rifece sano”
(Paraíso, c. IV, vv. 40-48)
Obsérvese el uso del verbo parlare (hablar), que nos confirma que las sensaciones visuales y auditivas que experimenta Dante en su viaje por el Paraíso, son un lenguaje, con que Dios le habla. Y se trata evidentemente de un lenguaje alegórico, a través de imágenes, como la Escritura, que es obra de Dios, emplea un lenguaje alegórico hecho de palabras.
He aquí la alegoría del Paraíso, punto de llegada del largo camino que recorre la alegoría dantesca en la Comedia, a partir de la “selva selvaggia”, cuyas raíces se hunden aún en el humus cultural y literario del siglo XIII. No se trata ya de la “hermosa fábula” que el literato cuenta para simbolizar una idea en su desarrollo lógico, según la definición que Dante mismo nos da en el Convivio (y en este sentido las parábolas evangélicas serían las más nítidas alegorías). Dante aquí nos cuenta hechos que corresponden —en su fantasía— a una realidad sensorial. El vio, o finge haber visto (lo que es lo mismo, puesto que la narración es presentada como real) las almas de los bienaventurados distribuídas en los distintos cielos: esta visión es el medio de que Dios se sirve para hacer inteligible a Dante una realidad puramente intelectual.
La alegoría, en una palabra, no sería, en este último caso, obra literaria de Dante, sino lenguaje de la divinidad en sus relaciones con el hombre; y no consistiría en palabras, sino en símbolos aparentemente corpóreos, a través de los cuales Dios manifestaría a los sentidos del hombre (únicos vehículos por los cuales este comunica con la realidad: “nada hay en la mente que no haya estado antes en los sentidos” había dicho ya Santo Tomás) una realidad ultrasensible.
Se trata, en el fondo, de una mitología que remontaría a Dios mismo —tanto en la Escritura como en el viaje de Dante— y en la que la teología encontraría su expresión poética.
Esta doctrina de una alegoría divina, de un verbo que se hace carne para ser captado corporalmente por las inteligencias humanas individuales, que necesitan de la mediación de los sentidos para cualquier conocimiento, tiene sí, su punto de partida en Santo Tomás de Aquino , pero es adoptada por Dante, con genial y profunda intuición, para componer el Paraíso como parte de un poema caracterizado por su fuerza dramática, en lugar de un sutil tratado de teología.
Y, una vez más, el tono general de esta identificación de lo concreto con lo abstracto, de la visión de los ojos con la iluminación intelectual, no es místico, sino épico, no viene de San Bonaventura, sino de un Santo Tomás revivido con el entusiasmo que suscitaban en Dante las conquistas de la razón. A este entusiasmo se le deben los mejores momentos de la tercera “cántica”, desde la navegación en lo desconocido y la epopeya de la duda, desde la exaltación altiva del valor moral del destierro y de la pobreza franciscana, hasta las imágenes menudas, que parecen a veces volver tangible el pensamiento, como si la poesía, con su propia luz fantástica, fuera la misma Beatriz,
“che lume fia tra il vero e l'intelletto”
(Purgatorio, e. VI, v. 45)
creatura viva en la muerte, creatura amada, que exalta, por eso, todas las facultades del poeta.